miércoles, 22 de mayo de 2013

NOTA DEL AUTOR: SIN ESCONDER ELEFANTE NI RATÓN


NOTA DEL AUTOR: SIN ESCONDER ELEFANTE NI RATÓN

El origen de este libro está en la invitación que recibí para impartir una serie de conferencias con motivo de la celebración de El Año de la Fe, proclamado por el Papa Benedicto XVI entre el 11 de octubre de 2012, 50 aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II, y el 24 de noviembre de 2013, en la Solemnidad de Cristo Rey del Universo.

Me pregunté entonces qué podía decir yo sobre la fe, que no he estudiado Teología Sistemática, ni Historia de la Teología, ni Concilios, ni Padres Apostólicos... ¿Qué podía acercarme entonces a este reto? ¿Tal vez mi propia experiencia y las que observo en las familias, los amigos, los sacerdotes y los jóvenes con los que trato?

Seguramente porque me apasionan los riesgos, continuo hacién- dome nuevas preguntas: ¿Y si existiera un “mapa” personal de la fe? Y, de ser así, ¿cómo podemos descubrirlo? ¿Podrían ser los centros educativos pequeñas “islas del tesoro” de la fe? Y, manteniendo esta licencia metafórica que se convertirá en el hilo conductor del libro que ahora tienes en tus manos –escrito desde la sencillez de mi pro- pia reflexión sobre la revitalización de la fe en la sociedad actual–, tampoco puedo dejar de preguntarme ¿quiénes son hoy los “piratas de la fe” y cómo y por qué nos la roban?
Me cuestiono también sobre cómo se puede trasmitir y enseñar la fe hoy a una generación que se jubilará en las futuras décadas de los setenta y ochenta, teniendo en cuenta que la vertiginosidad con que se suceden en el mundo los acontecimientos políticos, eco- nómicos y tecnológicos, hace muy difícil intuir siquiera a lo que tendrá que enfrentarse. Y, sobre todo me pregunto, ¿por qué se aleja tanto la razón o nuestros desaciertos de la fe en esta laica sociedad?

Llegados a este punto me acordé de mi padre, que me enseñó muchas cosas importantes, tantas que es imposible recordar cuáles son suyas de verdad y cuales no. A veces atribuimos al padre lo que le pertenece a otro pariente o amigo; incluso, a veces, le atribuimos al padre algo que nosotros mismos hemos construido. Sea como fuere, no he olvidado el consejo de que cuando vayas a un sitio, muéstrate tú el primero, muestra tu principal motivo de dolor y muestra tu principal ejemplo, porque si no lo haces, puede que quieras enseñar mucho pero en realidad no des nada.

Así que empecemos por el principio. Mis principios. Recibí la fe de unos padres creyentes y, como ocurre con el aprendizaje del lenguaje, comencé a recitar mis primeras oraciones, imitando a mi madre, y adquirí de forma innata la confianza ciega en Quien pue- de mucho más que todos nosotros juntos.
Pronto aprendí a compartir mi experiencia de fe con amigos, con mis compañeros de colegio y de la Universidad cuando estudié para Maestro. Y más tarde, enseñando ya a mis propios alumnos, descubrí que quien más aprendió de esta etapa docente sobre la naturaleza y el sentido de la fe fui yo mismo.
Mi compromiso de fe y mis inquietudes personales me llevaron a dejar la pizarra y las tizas, aunque no mi vocación pedagógica, para presidir durante dieciocho años una asociación, que luego se convir- tió en fundación de acogida para “los más difíciles entre los difíciles”: menores con graves problemas de conducta y de integración social. Siguiendo el principio del Evangelio de que “quien acoge a uno de estos, a mí me acoge”, intentábamos desde la fundación, día tras día, reinventar estas vidas rotas por el abandono y la violencia recibida, pero también por la infringida, a pesar de sus cortas vidas.
No era una tarea fácil. Se necesitaba la ayuda de unos compañe- ros de camino con tres características fundamentales: vocación, o lo que es lo mismo “querer ser”; profesionalidad, que se traduce en “saber hacer”, y pasión, que conlleva “saber querer y querer saber”. Sobre todo saber cómo educar escuchando, a veces el tenue susurro de quien necesita ayuda y no se atreve a pedirla, y otras los gritos airados de quienes te dicen sin palabras: “Quiéreme cuando más lo necesite aunque sea cuando menos me lo merezca”.
Miles de estas vidas, la mayoría en el crudo periodo de la adoles- cencia, pasaron por nuestras manos y nuestros corazones. A unos les proporcionamos familias de acogida, a otros les cuidamos en casas de acogida y a los menos en centros terapéuticos o de reforma. Al llegar a la mayoría de edad muchos de estos adolescentes continuaron su reinserción social y laboral en pisos de autonomía, que les daban la oportunidad de ir poco a poco dirigiendo sus propias vidas.
“Cuando vayas a un sitio, muéstrate tú el primero y muestra tu principal motivo de dolor, muestra tu principal ejemplo...” Me estoy mostrando abiertamente, pero ¿dónde está el motivo de dolor y de mis preguntas sobre la fe? No hay una única ni sencilla respues- ta. Mi motivo de dolor fue ver cómo muchos de ellos no lo con- siguieron, fue acompañar en el dolor a familias y equipos cuando alguno de nuestros acogidos perdió la vida, fue la incomprensión de la sociedad hacia estos chicos... y también fue, y lo sigue siendo, verme obligado hace cuatro años a abandonar la obra que con tanta ilusión y esfuerzo forjé, envuelto en un manto de incomprensión que aún hoy me cuesta entender.
Ciertamente fui criticado, difamado y desprestigiado. Pero más tarde comprendí que la fe y las acciones de los hombres de fe mu- chas veces han ido acompañadas por algún tipo de persecución, y la mía la he aceptado. No en vano ya se dijo en el Monte de las Bienaventuranzas: “Benditos los perseguidos...”
Ahora la fortaleza de mi fe me reconforta, pero no quita que este trance casi haya roto mi vida. Como una cicatriz, el infundio aún me acompaña en mis nuevas tareas profesionales y vocacionales. Cuando imparto una clase o pronuncio alguna conferencia miro al público y puedo adivinar quién está interesado en el tema que voy a departir y quién mira fijamente esa cicatriz que marca mi frente, intentando averiguar qué hay de verdad en las acusaciones de las que soy objeto. Entonces sé que lo sucedido es la gran prueba de fe que me ha enviado Dios para hacerme más fuerte. Cierro los ojos unos segun- dos antes de enfrentarme al auditorio y recuerdo a todos los chicos que traté en la fundación y tanto quise, en especial a los más com- plicados. Sus cicatrices eran infinitamente más dolorosos que las mías, y sus “pruebas de fe” –en el libro explicaré lo que es realmente una prueba de fe– llegaron demasiado pronto y de forma excesivamente traumática. Devolverles la fe en sí mismos, en la vida, en el futuro, en la sociedad que les repudió y en Dios me hace sentir orgulloso de la labor que emprendí y realicé, a pesar de los fallos que haya podido cometer como cualquier ser humano. Ahora me siento aún más cerca de ellos. Yo también grité al cielo buscando respuestas que parecían no llegar nunca. Debí gritar mu- cho y fuerte porque Dios ha engrandecido mi fe concediéndome la capacidad de ver lo invisible de las situaciones, lo invisible de las personas, lo invisible del dolor y la capacidad de seguir amando incluso a quienes no me aman. Ahora valoro mucho más cada mi- rada de confianza, cada gesto de calor, cada reconocimiento y cada aplauso, y he aprendido a agradecer con mayor intensidad el valor de los que me llaman a impartir una conferencia, una clase o me proponen escribir un libro como este. También me ha concedido la suerte de una familia fuerte, unida y divertida que me sujeta en los momentos de desfallecimiento, y la suerte de unos amigos incondicionales que me acompañan desde hace más de veinte años, con o sin estigmas. Amigos que acuden a las fiestas cuando son invitados y a las desgracias sin avisar. Amigos de grandes galas y de grandes lagos de lágrimas. Algunos estudios dicen que somos la media aritmética de las tres personas con las que pasamos más tiempo en nuestra vida, a mi Dios me ha concedido muchas más de tres. Tras la reflexión levanto la cabeza. El auditorio espera callado a que empiece a hablar. Me muestro como soy, sin esconder ni elefante ni ratón, con la cicatriz en mi frente y Dios en mi corazón. Mi voz rompe el silencio cuando les digo que nuestros problemas no tienen solo una visión racional o una visión irracional, que hay cosas que sin la fe no se pueden llegar a entender y que sin ella no se pueden solucionar. Pero sobre todo les digo que hay un “gran tesoro” que tenemos que encontrar, porque somos lo que somos por la fe que tenemos.

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