sábado, 20 de julio de 2013


Israelíes y palestinos entre Belén y Getsemaní

19.07.13 | 23:48. Archivado en Tierra Santa
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Anochece en Jerusalén. Fin del ayuno de Ramadán, arranca el Sabbath. Los peregrinos sacuden el cansancio de un largo día entre frontera y frontera, de Jerusalén a Belén, de Israel a Palestina, del odio y la venganza al recuerdo del Niño Dios de los Muros de la Vergüenza, sea en México, en Ceuta o en las franjas de Gaza y Cisjordania. Durante siglos, a los cristianos se les impidió el acceso a Tierra Santa. Hoy son los palestinos quienes no pueden entrar y salir en libertad de su tierra. Y los israelíes tienen prohibido traspasar las alambradas que llevan camino de Belén. Hace veinte siglos no fue tan duro.
Anochece. El muecín dirige la oración en la Puerta Azul, los judíos inician su jornada de descanso... y el hermano Rafael nos abre las puertas de Getsemaní. A sus 87 años, este franciscano sevillano -no ha perdido ni una pizca de acento- lleva desde 1951 en Jerusalén. Junto a otros seis hermanos, custodia el cementerio cristiano tras los muros, la basílica de la Angustia y el Huerto de los Olivos. Quinta jornada de la peregrinación de Ain Karen Escuelas Católicas a las fuentes de la Fe. Con dos aguaceros intensos: Belén y Getsemaní.
Es de noche, y apenas empiezan a escucharse las oraciones de los musulmanes. Todo parece en calma, como si las esperanzas de paz que ayer mismo anunció en Jordania el secretario de Estado John Kerry fueran de verdad posibles esta noche. Como si los controles, los contrastes entre la vida en Jerusalén y la miseria ocho kilómetros más allá de los muros, no fueran más fuertes que la lucha por la paz. Como si el sueño de que palestinos e israelíes pudieran vivir en paz en la misma tierra resultara imaginable.
En Getsemaní, todo es silencio. Como aquella noche en la que el Maestro, tras cenar con sus discípulos, se dirigió al huerto -como siempre hacía en Pentecostés y Pascua- y lloró sangre y agua sobre una piedra. Noche oscura del alma, atrás quedó todo lo demás. Los restos arqueológicos no son más que rocas, y sin embargo aquella piedra, arropada entre las manos de la comunidad, atrae hacia sí todo el sufrimiento, todo el dolor, todas las lágrimas de la noche en Jerusalén.
"Mi alma está triste hasta el punto de morir: quedaos aquí y velad conmigo", y ni tan siquiera entonces sus discípulos lograron no quedarse dormidos. Dejen correr el reloj un tiempo, apenas veinte siglos, y cambien Pedro por Jesús, Santiago por Pablo, Juan por Merche, Tomás por José Antonio...
Lágrimas a flor de piel, al borde de la piedra, entrelazados.Silencio y desierto en Getsemaní.Afuera nada se inmuta, el tiempo no pasa, permanece en el paisaje como aquellos ocho olivos milenarios que asistieron al desgarro del hijo de Dios, a la traición y el prendimiento.
Noche cerrada. Noche oscura. Por la mañana, recorrimos el lugar donde Jesús nació, donde siempre podría ser Navidad a poco que los hijos de Dios aceptáramos el milagro de la vida, de todas las vidas. Apurado el ayuno islámico, iniciado el descanso hebreo, rezamos en silencio por la Tierra, por todos los hijos de la Tierra. Con ramos de olivo, como en otra época peregrinaban los que subían a Jerusalén, también desde Belén. Ahora no pueden. Ahora sí que podemos. Acompañar al mismo Jesús que se quedó solo en su noche más dura. Y sentimos que tal vez ya nada será igual en este viaje. Y que sí, que tal vez, sólo tal vez, tras las piedras y los olivos se esconda la Palabra. Y el silencio no haga otra cosa que servir de altavoz para que truene sobre los muros de la Ciudad Vieja, y de ellos al resto de la patria de la Humanidad.

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